Ángeles de la guarda

 

Hoy me he graduado. En realidad, como ya te conté entonces, ya tenía el título y todo eso, pero hasta hoy no ha sido la fiesta. Tenías que haber visto lo guapa que iba. Sí, en serio, me veía guapa. Yo, con lo que soy. Pues sí, me veía bien. Llevé ese vestido, el de tu cuaderno de diseños, el que me decías que me ibas a hacer para este momento. Yo no tengo ese don tuyo, y he tenido que llevar los patrones a un amigo diseñador, pero tenías que haber visto cómo lo ha dejado. Se ha esmerado muchísimo, creo que es porque le conté la historia y se conmovió.

Pues eso, que ahí estaba yo, con el vestido azul de capa, tan elegante, y me dan el diploma, me estrechan la mano y entonces llega la doctora Swartz y anuncia que voy a ser su ayudante. ¿Te lo puedes creer? ¡Voy a entrar a trabajar nada más graduarme, y con mi profesora favorita! Sí, seguro que tú dices que sí que te lo crees, que soy la mejor y todo eso. ¡Pero hablo en serio! ¿Sabes lo difícil que es algo así?

En fin, quería empezar la carta con lo bueno, que la verdad es que es algo maravilloso, pero no es lo único importante que ha pasado recientemente. Kity se puso peor, y el veterinario dijo que era normal, que era muy vieja como para reponerse con facilidad de una caída así. Dejó de moverse y de comer, así que acabamos decidiendo que era mejor dormirla y que no sufriera más. Me consuela pensar que tuvo una vida muy feliz con nosotras. Creo que ella también te echaba de menos. En la graduación llevé su collar como pulsera, y no creo que me lo quite, como tampoco me quito la que tú me hiciste.

Siento que en el tiempo que ha pasado desde la última carta, mi vida ha cambiado por completo. Se supone que ya soy adulta. He cumplido lo que esperabas de mí, y yo misma me siento satisfecha con ello. Y me he quedado sola en casa… Sé que no debo quejarme, que dentro de lo que cabe me va muy bien. Si hasta voy a entrar de ayudante de la doctora Swartz. Pero algunas noches, sobre todo ahora mientras te escribo, no puedo evitar echarte de menos. A ti, al tete y ahora a Kity. Espero que al menos, estéis donde estéis, os sintáis orgullosos de mí. Y que estéis juntos.

 

La joven se desperezó y cerró la pluma con cuidado. Recordaba lo mucho que le costaba escribir con ella cuando se la robaba a su hermana y no entendía por qué prefería esa cosa antes que un boli. Pero ahora atesoraba todas sus cosas como si fueran joyas de incalculable valor. Lo eran, vaya sí lo eran. Comprobó que la tinta se había secado antes de colgar la carta del pequeño altar, y encendió  velas e incienso. Tras un momento en silencio, se acostó.

Una mano apartó una de las velas, que quedaba peligrosamente cerca de la carta cuando el viento sacudía el papel. La dueña de esa mano, apenas perceptible para el ojo humano en la oscuridad de la noche, se acercó a la cama y arropó mejor a la chica. Una lágrima tan traslúcida como la mejilla por la que rodó fue a parar al rostro de la durmiente, y la aparición se apresuró a alejarse de ella. Por fortuna, no la despertó; sólo se removió en sueños, con una sonrisa encantadora. Volvió junto al chico que sostenía a una gata atigrada, que dormía acurrucada entre sus brazos, y ambos leyeron la carta.

―¿Crees que hicimos bien? ―preguntó la mujer, juntando las cejas y mordiéndose el labio. Acarició distraída al animal, que se espabiló lo justo para estirar las patas, amasar al hombre y empezar a ronronear.

―Claro que sí. Esos engreídos no tenían ni la mitad de talento que ella, y lo sabes. Tu hermana es quien más merecía ese puesto de ayudante.

La mujer se recostó en el hombro del amor de su vida, con quien nunca pudo casarse por culpa de aquel borracho. Al menos ese borracho no volvería a hacer daño a nadie. Ni el cascarrabias que lanzó piedras hasta hacer caer a la pobre gata. Ninguna persona podría volver a dañar a lo que quedaba de esa familia.

―Haría cualquier cosa por ella. Se lo prometí a nuestros padres.

―Lo sé. Yo también lo haría. Lo haremos siempre.

Kity maulló, como aceptando el juramento compartido.

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